Rafael Correa Delgado
Discurso pronunciado por el expresidente de Ecuador, Rafael Correa, con motivo de los 10 años de siembra del Comandante, Caracas 5 de marzo de 2023
Un manotazo duro, un golpe helado, un hachazo
invisible y homicida, un empujón brutal te ha
derribado.
Los versos de Miguel Hernández resonaron cual
huracán de tristeza al conocer la noticia de la
desaparición física del comandante Hugo Rafael
Chávez Frías, presidente de la República
Bolivariana de Venezuela, aquel soldado que
rescató a su patria de las manos que siempre la
habían dominado y explotado, aquel hombre que
soñó y luchó por construir la Patria Grande, aquel
revolucionario que se convirtió en leyenda, aquel
amigo, aquel hermano.
Desde su lugar natal en Sabaneta, Barinas,
integrado al ejército con Bolívar en el corazón,
recorrió su tierra amada, sintiendo y sufriendo la
pobreza y la miseria a la que una partidocracia
ignominiosa sometió a su pueblo. Poeta, soldado,
decimero, versificador, fundó, al cumplirse el
bicentenario del nacimiento del Libertador, la
organización política clandestina Movimiento
Bolivariano Revolucionario. Nunca claudicó en su
creencia, su profesión de fe en la segunda
independencia y, cuando la vida y el destino lo
ubicaron al frente del pueblo venezolano,
cumplió cada promesa y juramento para liderar
una revolución de la conciencia, de la
hermandad, de la soberanía, de la fe en América
Latina.
Así como mi compatriota y coterráneo José Joaquín de Olmedo cantó a Bolívar; como Whitman cantó a Lincoln, hoy nuestro querido comandante tiene su cantor, y ese cantor es el pueblo de Venezuela, pueblo que lo añora, recuerda, extraña y ama, porque la vida de Hugo Chávez solo encuentra explicación en sudevoción y consagración a su pueblo, y, a través de su pueblo, a los pueblos de la Patria Grande.
Conocí a Hugo en el año 2005 en Asunción, en
una de las tantas cumbres que solían tener los
jefes de Estado latinoamericanos mientras
muchos de sus pueblos continuaban en los
abismos. Yo era el joven y flamante ministro de
Economía de la República del Ecuador. Tan solo
duraría 105 días en el cargo. Pretender tener una
política económica soberana y en función del bien
común era demasiado para los poderes de
siempre.
Seguía a Hugo Chávez desde el momento en que en plena larga y triste noche neoliberal vencía increíblemente en las elecciones presidenciales venezolanas de 1998 y, con ello, iniciaba un viento de esperanza sobre nuestra América, que luego se convertiría en vendaval con la llegada de gobiernos progresistas como nunca antes en la historia de América del Sur, región que se convirtió en ejemplo para el mundo, gobernantes que teníamos una relación fraterna y hasta de sana complicidad.
Años antes, desde este Cuartel de la Montaña,
como soldado había intentado con las armas
liberar a su pueblo de tanto oprobio. El
pensamiento bolivariano latía en su corazón:
Maldito el soldado que vuelve sus armas contra su pueblo.
Maldito el soldado que vuelve sus armas contra su pueblo.
Si alguna duda quedaba sobre aquel hombre que
bajo la sombra libertaria de Simón Bolívar quería
librar a su patria del saqueo histórico de su
petróleo, del dominio de unas cuantas élites, de
la pobreza, de la inequidad, del subdesarrollo,
esa duda se disipó con el golpe de abril de 2002,
cuando los venezolanos salieron a las calles por
cientos de miles para rescatar al presidente de
un Gobierno que por fin se parecía su pueblo.
Cuando me presenté a él en Asunción y le dije
cuánto lo admiraba, noté la sorpresa en su
rostro. Esas palabras venían de la persona
menos pensada, un ministro de Economía
formado en los Estados Unidos y de un país
como Ecuador, hasta aquel entonces totalmente
dominado por la derecha. Con su grandeza
personal y clarividencia política, desde aquel
instante Hugo me brindó su respaldo total. Era
un hombre que se anticipaba al futuro. Su apoyo
pronto se transformó en sincera amistad, y ésta
en hermandad que, con los años, no hizo más
que crecer.
No hay obra trascendente que no tenga contradictores, y los hombres y mujeres que las lideran siempre serán llamado “polémicos”. Pero antes de Chávez, ¿quién hablaba de Venezuela? Hoy, nadie puede dejar de hacerlo. Es imposible independizar a nuestros pueblos de doscientos años de retraso y subdesarrollo sin confrontar a los poderes de siempre y contentando a todos. Eso no lo entienden muchos, incluso desde la poca izquierda. Tampoco entienden las palabras de San Ignacio de Loyola. En una fortaleza sitiada, cualquier disidencia es traición.
Recuerdo cada charla, consejo, conversación. En
el artero ataque del militarismo uribista contra
Ecuador en el 2008, en su fervor porque el ALBA
se convierta en voz nuestramericana, en las
utopías compartidas de UNASUR y CELAC, en su
manifiesta solidaridad cuando el intento de golpe
de Estado en el 2010 en mi país, siempre su
temple, su vigor y su esperanza estuvieron
presentes, con esa huella y confianza de
hermano mayor, con su encendida oratoria y
coraje.
Hoy es su adorada patria la que sufre una brutal
agresión imperial. No la han invadido porque
saben que encontrarán otro Vietnam, pero le han
robado décadas para el desarrollo económico,
para el bienestar social, para el derecho a vivir
en paz, en libertad, en prosperidad para todos.
Con el ejemplo de Hugo y la conducción del
PSUV, este bravo pueblo que el yugo venció,
sabrá resistir y triunfar. La victoria final será sin
duda la de Venezuela y, con ella, la de todos los
pueblos de nuestra América.
El 7 de junio del 2011 estábamos en Salinas,
balneario ecuatoriano, para el IX Gabinete
binacional, reunión que realizábamos cada seis
meses como países hermanos, como un solo
gobierno. Esperaba a Hugo para desayunar, y
aunque la puntualidad no era precisamente una
de sus múltiples virtudes, esta vez demoró
demasiado. Cuando finalmente llegó casi no
podía caminar de un intenso dolor en la región
inguinal. Con mucho esfuerzo cumplió el
programa planificado y de ahí voló directamente
a Cuba para examinarse. Luego supimos por la
prensa la preocupante noticia del cáncer
detectado, y tuvimos la inquietante certeza de
que no nos decían toda la verdad. Así meses
después viajamos con el canciller ecuatoriano
Ricardo Patiño a visitarlo en una clínica cubana, y
luego fuimos a ver a Fidel para que nos diera la
información que, aunque confidencial, frente a
nuestra insistencia tuvo que compartir. El cáncer,
era mortal.
En la mañana del 5 de marzo de 2013, me llamó
Nicolás a comunicarme que ya eran las últimas
horas de Hugo. Pronto llegó la ineludible noticia.
Nicolás Maduro, como vicepresidente de
Venezuela, informaba a su pueblo:
"A las 4:25 pm ha fallecido el comandante
presidente Hugo Chávez. Transmitimos a sus
familiares, y a todo nuestro pueblo nuestro dolor.
En este dolor inmenso, de esta tragedia histórica
(…) Llamamos a todos los venezolanos a ser
vigilantes de la paz, del respeto, de la
tranquilidad de esta patria".
El mensaje nos destrozó el alma, pero no la
esperanza, porque sabíamos muy bien que, como
cantaba el cantor del pueblo venezolano, Alí
Primera
Los que mueren por la vida, no pueden llamarse
muertos.
Los que mueren por la vida, no pueden llamarse
muertos. Hugo sigue viviendo. Su grito no se
apagará nunca, porque retumba su eco en la voz
de las mujeres de América, en la voz de los
desheredados de siempre, de los pobres, de los
soldados patriotas, de los poetas, de los
militantes, de los estudiantes y obreros, de los
indígenas y campesinos.
Como todo gigante, Hugo era capaz de las
mayores proezas sin renunciar jamás a la
ternura. En 1982 escribió un poema que es una
suerte de profecía, versos dedicados a su abuela
Rosa Inés, que hoy nos llevan hacia la estatura
moral de quién jamás traicionó su origen y su
destino:
Y entonces,
solamente entonces,
al fin de mi vida,
yo vendría a buscarte,
Mamá Rosa mía,
llegaría a la tumba
y la regaría
con sudor y sangre,
y hallaría consuelo
en tu amor de madre
y te contaría
de mis desengaños
entre los mortales
Entonces,
abrirías tus brazos
y me abrazarías
cual tiempo de infante
y me arrullarías
con tu tierno canto
y me llevarías
por otros lugares
a lanzar un grito
que nunca se apague.
solamente entonces,
al fin de mi vida,
yo vendría a buscarte,
Mamá Rosa mía,
llegaría a la tumba
y la regaría
con sudor y sangre,
y hallaría consuelo
en tu amor de madre
y te contaría
de mis desengaños
entre los mortales
Entonces,
abrirías tus brazos
y me abrazarías
cual tiempo de infante
y me arrullarías
con tu tierno canto
y me llevarías
por otros lugares
a lanzar un grito
que nunca se apague.
Ahora es a ti al que buscan, entrañable
compañero, te busca tu maravillosa madre doña
Elena, tu padre don Hugo de los Reyes, tus
hermanos, tus hijos Rosa Virginia, María
Gabriela, Hugo y Rosainés, y hallan consuelo en
tu amor de hijo, de hermano, de padre, y
entonces abres tus brazos y los abrazas, y nos
abrazas a todos.
Querido Hugo:
Una mayoría te amó con pasión, una minoría te
odió con fanatismo, pero para nadie pudiste ser
indiferente. Ese es el sino histórico de los
hombres que trascienden, de aquellos que luchan
toda la vida.
Con tu ejemplo, seguiremos jugando a lo
prohibido, con la necedad de lo que hoy resulta
necio, la necedad de asumir al enemigo, la
necedad de vivir sin tener precio.
Tu grito no se apagará jamás, porque despiertas
cuando despierta el pueblo, como en el poema
12
de Neruda al Libertador que repetías con la
certidumbre de saber que no eran palabras al
viento.
Toda mi vida y por amor a un pueblo, la dedicaré
hasta el último segundo de ella, para la lucha por
la democracia y el respeto de los derechos
humanos. Yo lo juro.
Y vaya si lo cumpliste, presidente y hermano.
¡Hasta la victoria siempre, comandante eterno!